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Carlos D. Pérez
SIETE LUNAS DE SANGRE


chapter 2

La tía Klára y Orsolya conversan animadamente en una amplia sala del castillo de Léká, propiedad de los Nádasdy, erigido en una elevación de difícil acceso, en la región de los Tatras.

Orsolya es, como ha dicho Erzsébet, austera, medida, en tanto Klára se mueve con seducción casi ampulosa, ocupando el espacio con una mezcla de voluptuosidad y malicia.

-Señora Orsolya Nádasdy, es para mí un honor haber sido encomendada por mi hermano y mi cuñada para anudar con vuestra merced los lazos que habrán de relacionar a los Nádasdy con los Bàthory. No es pecar de inmodestia decir que son las dos familias más distinguidas de la nobleza húngara.

the family crest

-Sabrá usted, estimada Klára, el alto valor que para nosotros tiene el sacramento nupcial...

-Por supuesto -interrumpe Klára-. Soy la primera en valorarlo altamente, por cuadriplicado, desde que la diosa Mielliki, Señora de las potencias escondidas en los bosques quiso llevarse uno a uno, prematuramente, a mis cuatro jóvenes maridos, tan solícitos... -deja perderse la frase con un suspiro-. Sabrá disculpar usted que haya invocado a Mielliki, dando muestras de aturdido paganismo, pero cuando las cosas salen de dentro, antes de venerar a Cristo los Bàthory nos inclinamos hacia el culto arraigado en nuestra tierra. En fin, uno debe hallar nuevos alicientes para la vida; el mío es la niña que motiva este encuentro, la pequeña Erzsébet, que ya se anuncia como una mujer sin igual, se nota con meridiana claridad; tiene el don de cautivar con su penetrante agudeza, con la firmeza de sus convicciones, cualidad que si es rara en los adultos mucho más al tratarse de una niña. Quiero para ella lo mejor, y es evidente que vosotros sabréis realzar con virtudes impares la notoriedad de los Bàthory.

-Me ocuparé personalmente de ello, Señora Klára. También yo, como ocurrirá seguramente con Erzsébet, me casé muy joven. Eso fue allá por el 1536; Tomás, mi marido, se había distinguido en las Universidades de Graz y de Bolonia y yo, con mis precarios catorce años, no sabía leer ni escribir, por lo que mi amante esposo se dedicó a enseñarme con infinita paciencia. Así fue que día a día nos escribimos cuando debíamos permanecer separados. Nuestra mutua devoción me llevó a amar las letras, siempre siguiendo su ejemplo. Usted sabrá que fue mérito suyo imprimir el primer libro que circuló en Hungría.

-Lo sé, lo sé, mi querida. Mis más caros deseos están comprometidos en esta unión, gracias a la que nuestra Erzsébet cultivará lo que en los Bàthory es impulso y pasión..... siempre al servicio de altos ideales, claro está. Admiro que vuestra familia se haya visto favorecida al cultivarse en universidades foráneas, como lo hiciera su ilustre esposo. Los Bàthory, le decía, nos debatimos con la herencia salvaje imperante en los Cárpatos y Transilvania, adonde aún no ha llegado el que con la cruz extermine al lobo o al vampiro.

-Nuestro Ferencz será para ella, con toda seguridad, lo que Tomás fue para mí. Ya despunta su rectitud, su temprana templanza y el ansia de combatir al turco, cumpliéndose la predicción del eminente Paulius Fabricius, que al nacer Ferencz anunció en un poema que sería protector de las artes e implacable perseguidor de los turcos.

-Ambas familias coincidimos en algo. Sabrá usted que Bàthory proviene de bàthor, valiente, desde que a comienzos del milenio llegaron de Suavia nuestros salvajes antepasados, los hermanos Guth y Kedel, que hicieron fama de su arrojo en las batallas, armados de lanzas coronadas por una cabeza de dragón. El Emperador Enrique III, que residía en Viena, admirado de su valentía los puso al frente de hordas guerreras al servicio de Pedro, Rey de Hungría. Allí comenzó el linaje de los Bàthory, que desde siempre se reconoce en esta genealogía de bravíos dragones, al punto de haber incorporado su figura al blasón familiar.

Mientras la conversación continúa, aparecen la pequeña Erzsébet y Ferencz, cinco años mayor. Caminan uno hacia el otro hasta tomarse de la mano.

La niña tiene los rasgos contradictorios que habrán de encontrarse en la mujer adulta: a pesar de un aire distante, su paso es resuelto; el rostro sugiere indiferencia, tal vez insinúa algo de tristeza; la tez pálida destaca la oscuridad de los ojos, cuya mirada a ratos parece distraída, hasta tímida, pero repentinamente se fija con rara firmeza, como en este momento en el niño. Advirtiéndolo, Ferencz la observa sin temor pero con cautela.


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