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Carlos D. Pérez
SIETE LUNAS DE SANGRE


chapter 1

Al noroeste de Hungría, un espolón de los Cárpatos impone su aridez a los bosques de la llanura. En la cima, la piedra inhóspita se continúa en muros y torres cerrados en irregular perímetro. Es el castillo de Csejthe, emplazado en el siglo XIV, residencia de la Condesa Erzsébet Bàthory.

En su interior, la penumbra de una sala apenas deja ver una pesada puerta de roble de dos hojas y una ventana por la que entra una luz de luna que se refleja en un espejo con pedestal, de dos metros de altura; tiene la forma vertical de un ocho que semeja un contorno de mujer. Estamos en el dormitorio de la Condesa.

Frente a la luna espejada, ella descansa los brazos en la cintura del marco. Le habla:

the countess

"Sí Condesa, de inmediato. No Condesa, lo sentimos en el alma. ¿Cómo está la Señora? Se la ve impecable..... Siempre igual..... Igual siempre..... ¡Siempre la misma lata, qué fastidio! ¿Por qué recibir esta noche en el palacio, para el festejo de fin de año, al Rey de Hungría? ¿Por qué se empecinó en un esforzado rodeo para llegar desde Viena, desafiando la inclemencia de la nieve y las heladas? El y su corte de secuaces, con el odioso Megyery el Rojo, vil usurpador, a la cabeza. ¡Maldigo el día que lo elegí tutor de mi hijo! Con el pusilánime Thurzó, que como otras veces no se atreverá a cruzar la mirada conmigo ni siquiera cuando hablemos. Se imponen escalar la piedra para llegar al castillo porque aquí vive la Condesa aunque la odien, la llamen loba, alimaña o sangrienta. No pueden evitar la atracción; porque hay miedos que ahuyentan y miedos que paralizan, pero también miedos que atraen irresistiblemente, como la luz al insecto, aunque sea su perdición. Y después empezarán las vueltas, los justificativos. El trastornado Ponikenus, empeñado en olvidar que su pasión sacerdotal por la Virgen lo arrastró, enceguecido, hasta mi cama; fue un buen amante, lo admito. Thurzó, que nunca dejó de ser un timorato, llegó a palatino, como Matthias al trono, tejiendo y destejiendo intrigas. Odio las intrigas, esa cosa de hombres incapaces de actuar a cara descubierta... descubierta. ¿Cómo me veo, mi amiga, mi confidente? ¿Ves acaso alguna arruga, la veo en ti? (Se pasa las manos por la cara, estirándola). ¡Quién pudiera a mi edad no mentirse! ¿Ha pasado el tiempo? No he tenido tiempo de verlo pasar, otras cosas han pasado, querida. No sé de dónde vengo, de verdad no sé de dónde vengo, ignoro dónde voy, a pesar que esos tontos quieran disponerlo. Pero aquí estoy: Soy la Condesa Erzsébet Bàthory, una, la única, en las dos que somos. Mi segura confidente, para la que no hay distancia... ¡tan distinta a los demás! Con ellos se abre un vacío, lo que nos separa, un espacio que impide entender cualquier cosa. Salvo tú que eres yo, mi ama. Frente a ti mi amor se rinde para permanecer igual, siempre igual, como dicen los que no saben de qué se trata a pesar que me acusen de eso, mi virtud.

"Finaliza el 1610. Ignoro qué será para los otros, pero es mi cifra: una, yo, convertida en mil con 610 ceremonias, 610 ofrendas en tu honor, delicado mí del espejo, para que se cumpla el ciclo de las siete lunas..."

Se detiene, pasa las manos por los costados del espejo, acaricia los bordes mientras permanece con la mirada fija en sí misma. Comienza a entonar una plegaria, al rato canta parte de la letra, ensimismada.

"Porque una cosa es la prosapia, la familia con la que se llenan la boca, y otra saber de dónde se viene. Vengo de ningún lado, siempre estuve aquí, siempre. Y cuando me dicen que estoy igual... perdóname, me vuelvo insistente... igual no lo saben. ¡Qué saben lo que es estar siempre igual, pobres infelices atados al calendario, al tiempo de los relojes! ¿Tuve veinticinco? ¿Tengo cuarenta, cincuenta? ¿Qué más da si el ciclo de la luna, al que aúllo cada noche, insiste en reiterarse? Veinticinco adormideras tuve al posar para un artista de Flandes, los cabellos recogidos con rombos de perlas, cuyo color ceniciento logré con una infusión de camomila silvestre, azafrán de Oriente y hueso calcinado. Como ese óleo persisto con mis emblemas".

Al atardecer el 31 de diciembre el castillo resplandece. Las incondicionales Jó y Dorkó han conducido con mano de hierro a lacayos y servidumbre. En los salones de baile, los músicos vieneses alternan ensayos de danzas cortesanas con los ritmos de los violines gitanos, hechos con jirones de viento. Los cocineros -llegados de Venecia a comienzos de mes- se han esforzado con los manjares y por consejo de la bruja Darvulia estuvo listo a la madrugada lo necesario para darle cuerpo a un postre acorde a la apetencia de los comensales. Pues a pesar de odios y rencores, los trae a Csejthe el arcano de la permanencia de la Condesa. La misma Darvulia se encargó de los ingredientes: unas flores de tallo carnoso y pétalos cristalinos, que una vez desecados alcanzan la virtud de la belladona, hojas de estramonio y mandrágoras conseguidas al pie de un patíbulo para conjugar el funesto ocaso y el amanecer de la eterna sangría. Mientras Ficzkó corría hasta el bosque de nogales para que la bruja le entregara los perfumes que atesora en su choza, Jó y Dorkó prepararon la artesa llenándola con leche de cabra y avivaron el fuego.

Algunas telas livianas enmarcan la intimidad del baño, en cuyo centro hay una artesa humeante. A un costado, Jó Ilona y Dorkó semejan dos muñecos de estopa, inanimados, en la pose grotesca de cuando se los abandona en el suelo. Entra la Condesa con una bata púrpura translúcida a cuyo través se insinúa la blancura perfecta de su cuerpo. Al llegar al borde del recipiente pronuncia pausada, imperativa, los nombres de las criadas que de inmediato se incorporan y se dirigen hacia ella, como si recién con su palabra cobraran vida.

-Mande, Señora, mande -dicen a coro toscamente, con palabras que apenas se entienden, como si hablaran en dialecto.

Ella levanta la bata de sus hombros y extiende los brazos en cruz, una de las criadas toma la prenda en sus manos y la guarda con presteza. Permanece inmóvil, con la solemnidad propia del comienzo de un acto sagrado; las criadas vuelven a ser esperpentos de estopa. La desnudez de la Condesa ha detenido el tiempo, todo está en suspenso mientras una lejana música deja oír el tema de la plegaria.

Se introduce en la artesa y al momento entra Ficzkó, un ser contrahecho, detestable. Si Jó Ilona y Dorkó son brutalmente feas, Ficzkó es un imbécil. Comienza a frotarla servilmente con un paño embebido en leche, sin otro propósito que servir a la Señora, en tanto ella despliega una sensualidad estática. Al concluir la ceremonia, Erzsébet se incorpora, dejando que Jó y Dorkó la sequen con unción, luego de volverlas a la vida pronunciando enérgicamente sus nombres. Ficzkó espera que salga del cubículo, vierte la leche en un balde y se la lleva.

Las sirvientas le ponen un espléndido vestido negro, mientras los cocineros amasan harina con la leche. Cuando la Condesa termina de maquillarse, frente al espejo, los cocineros han dado forma al postre y lo introducen en el horno.

Por la noche, el castillo está iluminado a pleno. Los vigías comienzan a divisar trineos escalando la empinada cuesta, son los señores de los castillos cercanos. Poco a poco, el patio se llena de resoplantes caballos que hacen sonar sus cascos contra el adoquinado. En un momento distinguen al carruaje real y a su imponente custodia y dan aviso a la Condesa. Comienzan a sonar melodías interpretadas por la orquesta de zíngaros, cuyo salvajismo rasga el aire gélido.

Erzsébet, que ya es viuda, saluda al adusto Rey Matthias en el pórtico, sin variar la distante formalidad con que recibiera a los otros concurrentes. Llegado al trono un par de años antes gracias a la abdicación a su favor de Rodolfo II, su hermano, Rey de Hungría, de Bohemia y Archiduque de Austria, a Matthias le preocupa erradicar el mal sin distinguir confesiones, tanto que ni bien subido al trono estableció la libertad de religión entre los campesinos.

La reunión transcurre animada. A diferencia de su aburrimiento habitual, resultado de una severa pesantez moral, Matthias conversa con soltura privilegiando a la anfitriona, luego con los convidados; bebe, come con fruición, baila, dando la tónica. A los ojos de cualquier observador parece extrañamente alegre y en verdad lo está. Al fin ha llegado a una decisión, por muchos presentida, por algunos conocida. El cambio de año será a la vez un cambio de actitud hacia Erzsébet, funesta representante de los Bàthory, que nunca dejaron de ser bravíos, crueles incluso pero dando a sus impulsiones un destino de grandeza para el reino. El fin se acerca. ¡Danza. Danza. Danza!

En tanto, Erzsébet se mantiene impasible, lo suyo es tensa espera. En un momento, sus ojos buscan los del sacerdote Ponikenus, quien empalidece. Sin mirarla directamente, resguardando la vista en el tocado del pelo o en el magnífico collar, la copa temblando en su mano, Ponikenus se acerca.

-Querido Ponikenus... Acabo de enterarme que dejarás la iglesia de Csejthe para desempeñarte junto al Rey en Viena. Es un gran paso, más que eso, un verdadero salto. ¿A qué se debe tamaña distinción?

-Señora... -comienza el sacerdote, vacilante ante una pregunta que temía le fuese dirigida pero ansiaba esquivar-. El Rey demuestra con ello no sólo una admirable amplitud de espíritu, también una noble preocupación por la gente de pueblo. No soy más que alguien próximo a la gente que él quiere escuchar.

-No lo dudo, tienes la virtud de acercarte a gente diversa, me consta, desde la más baja hasta la más alta --dice la Condesa mirándolo fijamente a los ojos, mientras Ponikenus enrojece.

-Señora...

-Puedes llamarme Erzsébet, como cuando estuvimos a solas. Sabrás que ese tipo de intermediaciones no se sostiene, es difícil servir a varios amos simultáneamente. Dime qué harás, con el corazón en la aldea de Csejthe, la ambición en Viena y deseo en este castillo. No envidio tu lugar.

El enrojecimiento de Ponikenus ha dado paso a una acentuada palidez. La Condesa lo advierte y con una ligera sonrisa le hace saber que lo sabe.

-Erzsébet... --balbucea Ponikenus-, mi corazón no habrá de apartarse de Csejthe, aldea y castillo.

-Lo veremos, no hay más que esperar. Lamentablemente, los hombres son demasiado previsibles. Puedes ir con tus nuevos amigos, Thurzó y Megyery, han conversado animadamente hasta ahora. Ignoraba que se conocieran.

-Han traído mi nombramiento para ir a Viena.

-¡Ellos! Por supuesto. Ve, déjame en compañía de mí misma, que yo no reparto corazón y ambiciones.

Ponikenus se retira, con una mezcla de consternación y alivio, para volver a sumarse al grupo donde están Thurzó y Megyery, quienes han observado la escena sin perder detalle. No precisan que el sacerdote refiera las palabras pronunciadas por ambos.

La Condesa los mira, desafiante. Los ojos de Thurzó se tornan especialmente huidizos, en tanto Megyery no oculta su furia y duplica el desafío. Pero ninguno de los tres se mueve, capturados por esos ojos que, como los de una serpiente, fascinan con el peligro al punto de provocar parálisis. Aunque más ajustado es mencionar al fantástico ofidio con patas que es el dragón escupiendo fuego por los ojos y la boca, emblema de los Bàthory.

-Es evidente --opina Megyery luego de llevar a Thurzó a un aparte-que debemos actuar con celeridad. Propongo que sea mañana, antes que se disipen los vahos de los invitados.

-¿No es demasiado pronto? --pregunta Thurzó con inquietud, ocultando apenas el miedo-. Los festejos en el castillo están previstos para tres días. ¿Por qué no esperar, de modo que no se empañe la celebración del nuevo año? Estamos en presencia del Rey.

-¿Acaso tolerarías esa mirada durante tres días?

-No quisiera encontrarme con la que nos espera.

-Sea mía la decisión, no es mi caso atemorizarme, no tolero el suspenso --agrega Megyery-. En tanto palatino, habrás de ocuparte de la administración de la ley. No te preocupes, Thurzó, que no precisarás cruzar la mirada con ella.

-Pero aún así...

-Hablaré con el Rey, si da su consentimiento procederemos. Demasiado tiempo alimenté el odio hacia esa alimaña.

Ponikenus, retirado a un rincón de la sala, entra en una rápida e intensa borrachera.

Los demás concurrentes, ajenos a todo esto, festejan, alzan las copas, saludan el año nuevo, vociferan, eructan, saltan, danzan, se contorsionan, se emborrachan, se atiborran de comida, vomitan, vuelven, copa en mano, los rostros violáceos, los ojos inyectados.

Erzsébet permanece. Cuando los sirvientes retiran a los señores, incapaces de tenerse en pie, para llevarlos a sus aposentos, ella tiene la certidumbre de otra realidad: nunca se han movido de sus lugares, nunca han pronunciado palabra ni danzado ni comido ni bebido sino que están suspendidos en el momento inicial, clavados en la madera basta de las banquetas. Las velas son apagadas y se instala una densa penumbra. Los convidados lentifican los movimientos hasta detenerlos por completo. Un haz de luna distingue a la Condesa, que retorna al monólogo, dejado en suspenso al empezar la ceremonia del baño.

"Rehusaron probar el postre, era por demás causa y objeto de sus desvelos, no se atrevieron. En la estéril consumición de sus vigilias prefirieron reservarme para la oscuridad de unos sueños que de inmediato olvidarán. El manjar terminará siendo festín de la servidumbre; ellos sabrán paladear, como tantas veces de otro modo, los humores de su ama. Ellos no viven en el miedo, son mi posesión, carecen de libertad. Son mis siervos y en el augurio del nuevo año han de servirse de mi noche.

"Los Bàthory siempre fuimos distintos y yo -idéntica a mí misma- distinta a los distintos. El tío Esteban reinó en Polonia pero ¿de qué le sirvió el poder si no impidió que la epilepsia lo llevara a la tumba? El famoso tío István, con su devoción por los Habsburgo no pasó de ser un embustero que creyó saber qué es la crueldad, un extraviado que confundía el verano con el invierno; al menos me divertía su loca exigencia de que arrastraran su trineo por la nieve en el sórdido verano, donde sólo se respira polvo y arena. Y el primo Gábor, Rey de Transilvania, con su inocente pasión incestuosa por Anna, su hermana, no por ello logró engendrarse a sí mismo. Y el otro Gábor, el tío Gábor, que poseído por el demonio se revolcaba a más no poder, se llenó de mugre hasta quedar exánime. Y mi pobre hermano István, escandalizando a todo el mundo como un sátiro. Y el primo Segismundo, otro Rey de Transilvania... Ninguno entendió la locura porque tampoco supieron lo que es estar lúcidos, tocados por la única luz que importa. Sólo se salva la tía Klára, esa hermana de mi padre que no vaciló en asesinar a sus cuatro maridos, ella fue la única que me enseñó algo: ir hacia ti, amado espejo. Vaya mi reconocimiento, ahora que es alimento de los gusanos. Tantas veces me lo contó que hasta creo verlas: ella y la madre de Ferencz, reunidas para consagrar nuestro matrimonio, sin que nadie me preguntara palabra. A pesar de mis escasos once años hubiese dicho lo mío. Me lo ahorraste, Klára y te estoy reconocida, nunca fui buena para las cosas prácticas como el matrimonio, menos cuando se trataba de negociar con los Nádasdy, tan austeros, tan devotos, tan deplorables. Recuerdo....."


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